Aunque el tema no se menciona directamente en la Biblia, Dios nunca quiso que el hombre tratara de resolver sus enfermedades auto-infligidas a través de la cirugía y transfusiones de sangre. La posibilidad de contraer una enfermedad a través de estos tratamientos médicos es muy alta. Por lo tanto, quien esté pensando someterse (o que se le aconseja someterse) a un procedimiento quirúrgico que involucre el riesgo de una pérdida considerable de sangre (y por tanto la posibilidad de una transfusión) debe sopesar cuidadosamente y en oración los beneficios y riesgos.
Además, aunque los cristianos no son “inmunes” a los accidentes (Ecles. 9:11), si estamos tratando verdaderamente de agradar a Dios, Él ha prometido que no nos permitirá ser “tentados más de lo que podamos resistir” (I Cor. 10:13). Esto significa, entre otras cosas, que no vamos a tener que hacer una elección entre “desangrarnos a morir” y tener la oportunidad de recibir sangre infectada con una enfermedad a través de una transfusión. Ciertas decisiones hechas por terceros, debido a la incapacidad de la persona para decidir por sí misma, es un asunto totalmente diferente. Dios no hace responsable a esa persona por tales decisiones.
Nosotros desalentamos esta práctica, pero la decisión corresponde en última instancia al individuo. En el “gran cuadro” general, siempre debe emplearse sabiduría y discreción, con el fin de evitar accidentes y enfermedades. En otras palabras, debemos tratar la causa, y no sólo el efecto.